Supongo
que cuando alguien se autodefinía en su presencia con la socorrida etiqueta de “Ciudadano
del mundo”, Elias Canetti debía esbozar una leve sonrisa, no exenta de cierta
ironía. Fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1981, punto
culminante de un periplo estético y humano tan agitado como fascinante, y que
refleja a la perfección las turbulencias del Siglo XX.
Canetti
nació en 1905 en Rusçuk, entonces ciudad del Imperio Otomano, hoy dentro de las
fronteras de Bulgaria. Sus ochenta y nueve años de vida se dividen entre
Manchester, Viena, Frankfurt, Londres o Zurich, escenarios de una biografía
itinerante fuertemente condicionada por los conflictos que asolaron la vieja
Europa. Además, si bien su lengua materna era el ladino (dialecto sefardí),
también dominaba el búlgaro, el inglés y el alemán, lengua con la que construyó
toda su obra, incluso después de que los nazis le obligaran a huir para salvar
la vida.
A
la vista de esta existencia en constante movimiento, cabe al menos preguntarse
si la tan mentada globalización es en realidad un concepto moderno y actual o
por el contrario la forma de pensar natural de las mentes más lúcidas. En
cualquier caso, no puede ser coincidencia que de una pluma nómada como la suya
brotara el soberbio relato “Cuenteros y escribanos”, perteneciente a “Las voces
de Marrakech”, texto compuesto a partir de las notas de viaje que tomó en 1954.
En
dicho relato, el autor retrata a los narradores orales que pululan por las
callejuelas de la medina ganándose el exiguo sustento con sus historias. Fijémonos
en el siguiente párrafo, que Canetti abre declarando sentirse “hipotecado para
con el papel”:
“Yo,
soñador, pusilánime, vivo a resguardo de mesas y puertas; y ellos entre la
algarabía del mercado, entre cientos de rostros extraños, cambiando
diariamente, desprovistos de todo conocimiento frío y superfluo, sin libros,
ambiciones ni prestigio vacío. Entre las personas de nuestro ambiente que viven
de la literatura, raras veces me había sentido a gusto. Los miro con desdén
porque desdeño algo en mí mismo y creo que ese algo es el papel. Aquí me encontraba
de pronto entre poetas que podían mirar a la cara porque no había una sola
palabra suya que leer”.
A
día de hoy, como bien es sabido, se debate encarnizadamente sobre si la irrupción
del eBook acabará con el libro de siempre. No está de más, pues, recordar que
hace sesenta años ya había un hombre sabio reflexionando sobre la relación
entre soporte físico y contenido. Un hombre sabio que había visto cómo todas
las certezas se derrumbaban a su alrededor, cómo moría un mundo antiguo y nacía
otro nuevo y diferente.
Un
hombre que llegó a ser sabio precisamente porque entendió que la magia de las
historias no reside en el papel, sino en la palabra.