El
pasado martes 23 fue el Día del Libro, como todos sabemos, pues el despliegue
mediático en torno al evento alcanzó cotas sorprendentes: políticos recitando
versos, editores a pie de calle lamentando la (mala) situación del sector,
escritores firmando ejemplares hasta las diez de la noche, miles de actividades
paralelas en decenas de ciudades, discursos y declaraciones bienintencionadas, etc.
Aunque
para el resto del año sería deseable una mínima parte de toda esta cobertura y
atención pública, no hay que ponerle peros: fue una gran fiesta cultural y en
ShotWords, por supuesto, la disfrutamos a fondo.
A la
celebración estaban convocados todos los géneros, soportes y formatos: novela,
relato, poesía, ensayo, cómic, divulgación, tanto en bolsillo como en rústica… Sólo
hubo un ausente, que de no tener invitación previa pasó incluso a erigirse en
una especie de villano o enemigo común: el ebook.
Por
algún motivo aquí el libro electrónico es percibido más como “electrónico” (o
sea susceptible de ser pirateado) que como “libro”, al contrario que en el ámbito anglosajón, donde gana adeptos y cuota de mercado sin entrar en
conflicto con su pariente impreso.
Como
narradores apostamos decididamente por la convivencia: porque el libro físico
sigue siendo un objeto bello que nos recuerda lo mejor del ser humano, mientras
que el ebook contiene un potencial enorme de cara a la narrativa del futuro
(transmedia), gracias a la interactividad y el hipertexto.
¿Por
qué, entonces, despierta tanto recelo en nuestro país? Tal vez porque pone de
manifiesto, de forma bastante cruda y palmaria, que los únicos realmente
indispensables en este negocio son el autor y el lector, cuya relación directa,
de tú a tú, es algo cada vez más normal. Por eso hablar de ebooks, y no digamos
de autoedición, es, para el establishment, mentar a la bicha.
No
está de más recordar que, según los estándares contractuales, un escritor
afortunado percibe apenas el 10% del precio del libro, y de esa ganancia
todavía debe descontar el porcentaje de su agente o representante. El bocado
del león, por tanto, se lo reparten entre el editor, el distribuidor y el
librero. Ahora bien, de entrada, pese a quien pese, estos dos últimos ya no son
necesarios con el ebook.
Obsérvese,
por otra parte, la absurdidad: por una obra colgada en Amazon a dos euros, un
autor puede llegar a embolsarse la misma cantidad que por un libro que al
consumidor le cuesta veinte euros. ¿Es justo? ¿Es sostenible? ¿Es ético? Posiblemente
no.
Y
otra cuestión: ¿qué ocurrirá con la figura del editor? Históricamente, se ha
postulado como intermediario imprescindible, garante de calidad, dueño de un
ojo clínico a la hora de distinguir qué merece ser publicado y qué no. Un rol
privilegiado que ahora se ve amenazado por una democratización rayana en la
anarquía: cualquiera puede subir un texto a Internet y dejar que sea el criterio
de la mayoría el que prevalezca.
Por
eso, de un tiempo para acá, los editores se ven empujados a reivindicarse casi a
diario, y eso no suele ser buena señal: algo falla si tienes que recordarle
continuamente al mundo lo esencial que es tu labor.
¿Hay
sitio para ellos en el siglo XXI? Claro que sí: los editores profesionales y
honestos siempre serán un referente importantísimo.
Aquéllos que comprendan que el verdadero enemigo
no es el ebook, sino las prácticas dudosas y, sobre todo, la mala literatura.